Cuando veo imágenes como ésta tan enternecedora, de una gallina que estira sus alas como si crecieran a la medida del abrigo que sus polluelos necesitan, inevitablemente viene a mi pensamiento la diosa hindú Parvati; toda ella abundancia y divinidad, con sus múltiples brazos sosteniendo en cada uno las cualidades del cosmos.

Y es que aunque parezca que no hay un punto de encuentro entre una gallina que extiende sus alas para abrigar a sus críos y una diosa dueña de los ciclos vitales, pasa que es la forma casi que más cercana en la que se me figura el oficio de una madre.

Toda ella un manto de dos brazos, con uno sosteniendo a su pequeño o pequeña jugueteando, mientras que con el otro intenta comerse el postergado y frío bocado de un plato interminable. No siendo esto suficiente, de la nada los brazos como que se multiplican invisiblemente para acomodar a su cría y darle teta, mientras apaga las ollas de la cocina que rebullen, o para contener sorpresivamente a otro pequeño que traviesamente se deja ver al filo de una silla para saltar como Superman.

O cuando pasa que es una camada que se avalancha: una bella chiquilla con comida minuciosamente esparcida por el vestido acabado de poner, otro nene con pinturas de esa cosmetiquera que lo volvieron todo un artista, y un bebé con el llanto del que quiere ser apapachado solo por su madre. Y para todos hay, y a todos se les atiende, hasta para el marido,  la suegra y la visita si se quiere completar.

Pero ¿cómo es que en medio de todo este paisaje multicolor y actividades multitask, las madres logramos, más allá del resolver el día a día, el formar y nutrir un ser para la vida?  Pues precisamente en ese cotidiano es que la magia ocurre y Parvati hace su aparición. La madre conectada con el todo a la medida que necesita ese nuevo ser.

Y es que como me dijo mi madre un día, las mamás somos y hacemos de todo: profesoras, cocineras, médicas, psicólogas, modistas, hasta carpinteras, y ese don se lo da a uno dios. Y a su manera, dice algo que entraña verdad: las mujeres cuando nacemos a la maternidad y al sentir maternal, nos abrimos a un campo de conocimiento y saber innato, que es tesoro en la naturaleza: maternar está grabado en la memoria de la vida y se ejerce desde la intuición.

Pero pasa también que hay gallinas que se comen a sus polluelos, y Parvatis listas para cortar cabezas con su afilada espada. Y pareciera que hay aquí un acto no natural, porque hay mujeres a las que nos cuesta más que a otras conectarnos y abrirnos al torrente de lo materno para extraer su poder de regeneración, pero eso también hace parte de los misterios de la vida en esta tierra. Lo certero es que no ocurre al azar: no hay madres buenas o malas, a cada quien la que necesita para su aprendizaje y caminar, lo que pasa es que sí hay vínculos que necesitan ser reparados y relaciones que piden ser vistas desde un lugar de dignidad. Allí está la tarea.

Sea el nivel de consciencia con el que ejerzcamos el oficio, el tejido del cosmos viaja y expresa su naturaleza a través del vehículo perfecto que la madre, como sea esa experiencia en nosotros, marca y define nuestro hacer. Nuestra forma de relacionarnos con la vida y el mundo, quedan marcadas por la vivencia de madre recibida en la infancia. Por eso aquí no hay idilio ni romanticismo, hay intensidad, hay exigencia y necesidad de estar en nuestro centro.

Ese centro que es uno y se abre, ese centro que se convierte ya sea en unas alas extendidas para contener, o en múltiples brazos para encaminar y hacer de los misterios de la vida, una experiencia concreta y profunda. ¡Todo el universo en un abrazo!